André Lapierre (1923-2008), de nacionalidad francesa, cursó estudios de educación física en École Normale Supérieur de Éducation Physique de París, si bien, su interés pronto se enfocó hacia el ámbito de la psicomotricidad y, en particular, a integrar los trabajos sobre el desarrollo evolutivo en el niño de diferentes investigadores como Jean Piaget o Henry Wallon, dentro de esta disciplina.
Durante muchos años se dedicó a trabajar en la reeducación física y la educación física especial, y en 1968, junto a Bernard Aucouturier, fundó la Sociedad Francesa de Educación y Reeducación Psicomotriz que se convirtió en su momento, en un referente internacional en el ámbito de la reeducación psicomotriz.
Poco a poco, Lapierre y Aucouturier se empezarían a desligar de la psicomotricidad más “instrumental”, centrada en el desarrollo intelectual, para enfocarse en la investigación sobre la psicomotricidad vivencial y terapéutica.
Para Lapierre, el cuerpo no era sólo un instrumento al servicio del pensamiento (un instrumento a conocer para “conocer mejor”), también era un lugar de placer y displacer y una fuente de pulsiones y de expresión de los fantasmas individuales y colectivos de nuestra sociedad al servicio del inconsciente.
Los primeros pasos de sus investigaciones terapéuticas quedarían reflejados en sus obras “Simbología del Movimiento” y “Bruno: Psicomotricidad y Terapia”, publicadas a mitad de los años 70. Los últimos pasos con Aucouturier quedarían registrados en la obra “Fantasmas corporales y práctica psicomotriz en educación y terapia: las carencias del cuerpo”.
Aucouturier se separaría de Lapierre en 1980 para desarrollar su propio método de intervención psicomotriz que denominó Practica Psicomotriz Aucouturier. Un método menos intervencionista por parte del terapeuta respecto a Lapierre.
La obra de Lapierre finalmente evolucionó hacia el armado de una Psicomotricidad Relacional de carácter psicoanalítico, enfocado en trabajar, a través del cuerpo, las represiones, los fantasmas y los conflictos emocionales inconscientes estancados en la primera infancia.
Por último, se puede destacar también que Lapierre vio muy importante incorporar su visión dentro la educación infantil y elemental normalizada, si bien fue consciente de las dificultades que ello suponía,
BASES DE LA PSICOMOTRICIDAD RELACIONAL
La Psicomotricidad Relacional de Lapierre se erigió sobre dos elementos esenciales: la pulsión y el fantasma.
La pulsión es un término de origen psicoanalítico que hacer referencia a los impulsos biológicos. El impulso de vida, el deseo, cuya meta principal es la satisfacción de las necesidades fisiológicas para la supervivencia. Un elemento primario que actúa como motor para el desarrollo de la personalidad.
Lapierre vio en la actividad motriz espontánea una forma de expresión de esas pulsiones. Para él, la expresividad motriz espontánea es una fórmula en dónde la persona muestra y manifiesta su forma original de ser, estar, sentir, decir y pensar.
En enlace con el “fantasma” se establece al considerar que esa motricidad espontánea está condicionada por una historia afectiva, un entorno y un contexto sociocultural. El movimiento espontáneo actúa entonces como la expresión del inconsciente. Un medio desde el que se expresan los bloqueos emocionales instaurados en la primera infancia en la persona.
Lapierre llegó a comparar el análisis de la motricidad espontánea contextualizada con la capacidad que tienen los sueñoS para acceder al inconsciente que defendió Freud.
El fantasma lo identificó así, como un proceso imaginario inconsciente, capaz de motivar unos comportamientos de los que el sujeto no tiene conciencia. Un producto estructurado en torno a una vivencia emocional (placer o displacer) anterior a la aparición de la conciencia y que ha quedado grabada en el inconsciente. Una vivencia imaginaria del cuerpo en su relación con el otro y con el mundo, que condiciona toda su vida relacional y su desarrollo como persona.
La “fantasmática corporal” (como llegó incluso a denominar a su método) se convirtió en el centro del campo de investigaciones de Lapierre como la posibilidad de un trabajo terapéutico sobre las represiones y los deseos inconscientes del individuo.
Para poder afrontar una capacidad de intervención práctica, Lapierre investigó la relación entre las fases evolutivas identificadas en el bebé y el infante y los bloqueos emocionales que podían surgir en el proceso, según las teorías psicoanalíticas del momento.
El núcleo de trabajo de la Psicomotricidad Relacional se ubicó finalmente en restablecer la armonía frente a todos los conflictos que surgen en la persona como consecuencia de la ruptura del proceso “fusional” que se produce con el nacimiento y en el desarrollo de una identidad propia separada del otro.
El estado “fusional” se identifica como la indiferenciación total con la madre que experimenta el feto en el entorno intrauterino. Un momento en el que todas las necesidades están cubiertas, en el que no hay deseo, ni frustración, ni tampoco diferencia entre interior-exterior, ni entre el yo y el no-yo.
Con el nacimiento se rompe ese estado y se crea una sensación de “carencia” que se va a intentar “compensar” posteriormente a través de diferentes estrategias. Para Lapierre, según sea apoyado o no ese proceso, se producirán fijaciones y bloqueos emocionales en la persona que pueden condicionar su vida relacional y su forma de estar en el mundo.
En un primer momento el bebé reencontrará de nuevo la unidad fusional a través de un contacto corporal estrecho, de máxima superficie y con actitud de “envolvimiento” con la madre o con el padre. Una acción que le ayudará a superar la sensación de un cuerpo fragmentado al que llegan múltiples estímulos sin coordinación alguna.
En paralelo se bebé se verá envuelto en el desarrollo de su identidad, en el reconocimiento de sí mismo como alguien diferenciado del otro. Esto supone, por un lado, superar el sufrimiento y la sensación de pérdida (muerte) que se produce cada vez que se separa el adulto, y por otro, frustración y agresividad, al tener que aceptar que no puede poseer el cuerpo de la madre o el padre total y eternamente.
El infante poco a poco entrará en un proceso de “sustitución simbólica” para construir lo que Lapierre identifica como un nuevo “espacio fusional” compensatorio. Un espacio de comunicación que le aporta el contacto con el otro y que estará representado por el mundo de los gestos, las miradas, la voz y los objetos.
En este momento, la necesidad del ser será compensada por la necesidad de tener. Tener comunicación con el otro, tener la mirada del otro, tener objetos, etc., es tener el cuerpo del otro. El problema aquí es que se establezca un equilibrio entre dar y recibir, escuchar y ser escuchado, etc., que podrán los pilares para una vida relacional equilibrada.
Más adelante el reto será la armonización del desarrollo de la sexualidad (reflejo del deseo de fusionalidad), y del deseo de fusión con la Naturaleza y el Universo (trascendencia) como fórmulas sustitutivas del deseo de fusionalidad.
Respecto al sentido de identidad, serán esenciales las experiencias iniciales que faciliten vivenciar la totalidad del cuerpo (aquí serán claves las dinámicas de equilibrio y desequilibrio, los juegos de balanceos, giros, saltos en profundidad y las caídas. Situaciones con gran carga emocional), pero también el desarrollo armónico de ciertas fases de agresividad (el “no” y el “no quiero”, la aparición de juegos de lucha, de enfrentamiento con el adulto, etc.), oposición y dominación que buscan la afirmación de uno mismo.
INTERVENCIÓN CON LAS PRIMERAS EDADES
Uno de los aspectos más importantes del trabajo de André Lapierre es la importancia que concedió a intervenir corporalmente con las edades más tempranas. Lapierre adoptó esta idea al observar como muchos niños de la educación elemental ya presentaban muchos problemas relacionales.
Para él, la escuela elemental era un detonador de los conflictos latentes o ya evidentes en el niño, que procedían de una etapa anterior. De hecho, Lapierre había observado como a los 18 meses el infante está ya muy estructurado y muestra un carácter y un comportamiento muy diferenciados.
Esta aportación es sumamente importante porque supone buscar el origen, el punto de partida donde se generan los bloqueos y desequilibrios. Una visión preventiva que nos recuerda que en realidad cuando tratamos al adulto estamos en la periferia del problema.
Bajo esta visión es fácil comprender la gran importancia que concedió a analizar la psicología evolutiva y relacional de la persona desde la gestación, nacimiento y primeros años de vida, para identificar los diferentes retos a los que debe ir enfrentándose la persona, desde un punto de vista psicoanalítico.
MÉTODOS DE INTERVENCIÓN
En la intervención, Lapierre supo aprovechar todo el bagaje que había desarrollado previamente con respecto a la psicomotricidad instrumental y vivencial y, en particular, todos los descubrimientos simbólicos que había descubierto con relación a las nociones de intensidad, velocidad, dirección, situación, orientación, relación, distancia; a las “vivencias de oposición” como el equilibro-desequilibrio, alto-bajo, horizontal-vertical, grande-pequeño, débil-fuerte, tensión-relación, sólo-acompañado, acuerdo-desacuerdo; y al trabajo artístico con materiales maleables (arena, arcilla, plastilina, agua), etc.; si bien, reinterpretados terapéuticamente a partir de la creación de situaciones simbólicas que le permitían trabajar sobre la “fantasmagórica” corporal.
Las tres condiciones que imponía en esas situaciones simbólicas que diseñaba para asegurar un diálogo entre el terapeuta y la persona, eran:
– Asegurar la expresión de una motricidad espontánea. Aquí Lapierre consideró esencial romper la distancia entre el cuerpo del terapeuta y el paciente, y superar la noción de tabú y sacralidad del terapeuta que dificulta la espontaneidad del paciente.
– Preeminencia de la persona sobre el grupo. Dar importancia al trabajo individualizado en la persona con problemas para poder controlar, entender y analizar todo el proceso de “apertura” que alcanza la persona.
– Adecuar el uso del Lenguaje. Favorecer el trabajo a partir de sonidos no estructurados, el grito y la mímica, y reintroducir sólo el lenguaje verbal al final, con el fin de racionalizar y asimilar la vivencia experimentada.
Este último aspecto es muy interesante. Lapierre reflexiona que sin hasta los 2 años aproximadamente el niño no tiene acceso al lenguaje ni al pensamiento verbal, la construcción de la personalidad hasta ese momento se ha realizado a través de vivencias esencialmente psicomotrices hechas de sensaciones con connotaciones tónico-afectivas y emocionales no conceptualizadas.
Según esto, el discurso verbal no es suficiente para alcanzar las capas profundas de la personalidad, es necesario hablar otro lenguaje. Un lenguaje corporal, psicomotor y psico-tónico a través de situaciones que recreen las cargas afectivas y emocionales del diálogo inicial con el cuerpo del otro.
“Esta regresión a modos de comunicación arcaicos es lo que constituye el principio fundamental de la terapia psicomotriz” (Lapierre y Aucouturier, 1984:66).
Referencias Bibliográficas
Lapierre, A. y Aucouturier, B. (1984). El Cuerpo y el Inconsciente en Educación y Terapia, Barcelona: Científico Médica.
Lapierre, A. y Aucouturier, B. (1985). Simbología del Movimiento. Psicomotricidad y Educación. Barcelona: Científico-Médica.
Mayoral, A. (2008). André Lapierre: De la Reeducación Física a la Psicomotricidad Relacional, Revista Internacional de Ciencias del Deporte, 4 (12), 1-3.
About Pedro Jesús Jiménez Martín
Profesor Titular de Universidad. Facultad de Ciencias de la Actividad Física y del Deporte (INEF). Universidad Politécnica de Madrid. Director del Proyecto de Investigación Cultura Física Oriental.