El último trayecto de Horacio Dos. Eduardo Mendoza

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A través de su diario de a bordo, el comandante Horacio Dos da cumplida cuenta de su último trayecto interplanetario antes de la tan esperada jubilación, denegada en atención a su incompetencia y desfachatez. El pasaje que le acompaña está compuesto por los Delincuentes, las Mujeres Descarriadas y los Ancianos Improvidentes. Debido a las condiciones precarias de la nave y de su avituallamiento, la expedición tendrá que enfrentarse a múltiples aventuras.

En El último trayecto de Horacio Dos (2002), Eduardo Mendoza (1943-) hace alarde de su inconfundible estilo, inaugurado con La Verdad sobre el Caso Savolta (1975), en el que despliega una extraordinaria inventiva verbal, en un estilo fresco y salpicado de humor. En esta divertidísima narración coexisten géneros como la parodia, el folletín, la picaresca, la aventura y la ciencia ficción.

Eduardo Mendoza cuenta en su haber con galardones tan importantes como el Premio Miguel de Cervantes (2016), el Premio Planeta (2010), el Premio al mejor libro extranjero (París, 1996), el Premio Franz Kafka (República Checa, 2015) y el Premio Libro Europeo (2013), entre otros.

Martes, 30 de mayo. Escasez. Gachas de arroz, medias raciones, para comer, y agua pútrida con clorofila para beber. Descontento general y conato de rebelión en el sector de los Delincuentes. El primer segundo de a bordo propone gasearlos preventivamente. El segundo segundo de a bordo se muestra partidario de la disuasión, bien por juzgar más efectivo este sistema, bien para llevar la contraria al primer segundo de a bordo. Según el argumento de aquél, aun cuando los Delincuentes consiguieran adueñarse de la nave y desactivar los mecanismos de autodestrucción preventiva, ¿de qué les iba a servir, si el congelador está vacío? Es su argumentación, no la mía. Impecable si los Delincuentes atendieran a razones. Ahora bien: si atendieran a razones, ¿serían delincuentes o habrían optado por una forma de vida más conforme a las normas sociales? La pregunta reviste cierto interés, pero sólo de índole teórico, por lo que queda pendiente hasta la próxima reunión de mandos.

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Suave es la noche. Francis Scott Fitzgerald

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Corrían los felices años veinte del siglo pasado cuando el matrimonio Diver, una glamurosa pareja norteamericana, viaja a la Riviera Francesa, de moda entre la beautiful people de todo el mundo. Los Diver son ricos, inteligentes, elegantes, irresistiblemente atractivos. Pero algo se oculta tras su aparente perfección.

Francis Scott Fitzgerald se inspiró en el poema “Oda a un ruiseñor”, de John Keats, para dar título a su obra Suave es la noche (1934), una novela dramática, con una gran carga autobiográfica, en la que el glamour y el desenfreno se dan la mano. Fueron autores como T.S. Elliot y Sallinger quienes reivindicaron la obra de F. Scott Fitzgerald, consiguiendo que ésta subiera a los altares de la Literatura norteamericana.

En la apacible costa de la Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella y la frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado. Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante. Últimamente se ha convertido en lugar de veraneo de gente distinguida y de buen tono, pero hace una década se quedaba casi desierto una vez que su clientela inglesa regresaba al norte al llegar abril. Hoy día se amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta historia sólo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos pinares que se extienden desde el Hôtel des Étrangers, propiedad de Gausse, hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia.

Trilogía de África. Javier Reverte 

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En el primero “El sueño de  África”, Reverte nos adentra, haciéndonos revivirlas,  en las historias de los antiguos reyes africanos, los cazadores, los primeros exploradores, nos sumerge en la era colonial y en los tiempos de la independencia de Uganda, Tanzania y Kenia.

En “Vagabundo en África”, su segundo recorrido por el continente africano, visita Sudáfrica, Zimbabue, Tanzania, Ruanda y Congo. En esta ocasión nos relata de manera estremecedora el inolvidable  genocidio ruandés de 1994, el horror sufrido en el Congo y las innumerables batallas libradas en Sudáfrica.

En “Los caminos perdidos de África”, su último periplo africano, el autor nos traslada a los territorios de Etiopía, Sudán y Egipto, regiones por donde discurre el curso del río Nilo. A través de sus gentes, sus paisajes y sus aromas, Reverte intenta aproximarnos y hacernos entender la historia y la grandeza de este continente.

Así que aquel día de comienzos de 1992 volaba desde Bruselas a Uganda para iniciar un viaje de tres o cuatro meses. Mi plan consistía en recorrer Uganda, país que había permanecido veinte años cerrado, durante la cruel dictadura de Amín Dadá y Milton Obote, y que ahora comenzaba a abrirse a las visitas de extranjeros. Desde allí, pensaba trasladarme a las Tierras Altas de Tanzania y Kenia, para viajar después a las costas del litoral del Índico y a Zanzíbar. Pretendía pisar los lugares que pisaron los primeros exploradores europeos y americanos, encontrar los parajes descritos por los grandes narradores de África, ver los paisajes de la aventura africana. El objetivo era revivir cuanto había imaginado durante años mientras leía sobre África. Y pretendía también comprender por qué aquellas regiones del «continente oscuro», como lo llamó Stanley, habían poblado los sueños de tantos europeos, de tantos «hombres blancos», durante casi dos siglos: saber qué es esa obsesión que llaman «el mal de África» o «la llamada de África», una especie de patológica ansiedad por regresar al continente después de haber vivido o viajado allí; quería buscar en el África Negra el sueño de los blancos: los sueños de aventura, de posesión, de riesgo, de exploración, de avaricia; los sueños de conquista, los literarios, y también el sueño de vagar sin rumbo por las grandes sabanas.

El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez

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Después de recibir el Premio Nobel de Literatura (1982), García Márquez desplegó su potente narrativa en esta historia, en la que nos cuenta las atribulaciones que atravesaron los sentimientos amorosos de Florentino y Fermina, unos sentimientos que habían permanecido adormecidos durante mucho tiempo por las convenciones sociales de finales del siglo XIX.

     Le gustaba decir que aquel amor había sido fruto de una equivocación clínica. Él mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su vida, cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una novia casual en un otoño tardío, le parecía imposible concebir una dicha más pura que la de aquellas tardes doradas, con el olor montuno de las castañas en los braseros, los acordeones lánguidos, los enamorados insaciables que no acaban de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin embargo, él se había dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar por todo eso un solo instante en su Caribe en abril.

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La isla del árbol perdido. Elif Shafak

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La historia nos traslada a Chipre donde una higuera es testigo de la historia de amor entre un griego cristiano y una turca musulmana, y de los desencuentros de dos pueblos enfrentados entre sí.

Desde la invasión turca en 1974, la isla de Chipre permanece dividida por la última frontera existente en Europa, la llamada “Línea verde”.

La obra es una reflexión sobre la permanencia, la identidad, el amor, el dolor y la asombrosa capacidad de regeneración a través de la memoria.

Ha sido nominada al women´s Prize y al Ondaatje Prize, finalista de los Premios Costa Book y seleccionada en el club de lectura de la actriz Reese Witherspoon.

     Un árbol es un guardián de la memoria. Enmarañadas bajo nuestras raíces, ocultas en nuestros troncos, están las nervaduras de la historia, las ruinas de las guerras que nadie llegó a ganar, los huesos de los desaparecidos. El agua que succionamos a través de nuestras raíces es la sangre de la tierra, las lágrimas de las víctimas y la tinta de las verdades que no han sido todavía reconocidas. Los seres humanos, sobre todo los vencedores que empuñan la pluma con la que escriben los anales de la historia, tienden a borrar tanto como a documentar. Nos queda a nosotras, las plantas, recoger lo indecible, lo no deseado. Como un gato que se hace un ovillo en su cojín favorito, un árbol se enrosca alrededor de los remanentes del pasado.
     Cuando Lawrence Durrell, que se había enamorado de Chipre, decidió plantar cipreses en el jardín de detrás de su casa y metió la pala en la tierra, encontró esqueletos. Cómo iba a saber que no era en absoluto insólito. En cualquier parte del mundo donde hay o ha habido alguna vez una guerra civil o un conflicto étnico, pedid a los árboles indicios, porque somos los que reposan en silenciosa comunión con los restos humanos.

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