Esta semana en Lecturas para Compartir, el Tiktok de la Biblioteca ETSIDI, os acercamos a una obra singular, El nervio óptico, en el que María Gainza realiza un audaz ejercicio literario.
La autora argentina, versada por su profesión en el mundo del arte, nos premia con un discurso bien fundamentado y de bellas imágenes que reflejan la historia de algunos artistas y sus obras. Pero esta mirada elocuente, teñida de comicidad, también se sumerge en la intimidad de la narradora y su familia, ofreciéndonos así una combinación seductora, que bien merece nuestra atención.
El libro está estructurado en once partes que pueden leerse como cuentos o ensayos narrativos, unos ensayos que tratan de desentrañar los misteriosos vínculos entre una obra pictórica y quien los contempla. En fin, asistimos a una obra sublime narrada por la originalísima voz de María Gainza, quien despliega sus múltiples recursos con sutileza y osadía.
La escritora mexicana Mariana Enríquez comentó acerca de la obra: «Entre la autoficción y las microhistorias de artistas, entre citas literarias y la crónica íntima de una familia, su pasado y sus desdichas, El Nervio Óptico es un libro insólito, hermoso, en ocasiones delicado y a veces brutal».
EL CIERVO DE DREUX
A Dreux lo conocí un mediodía de otoño; al ciervo, exactamente cinco años después. Ese primer mediodía había salido de casa con un sol brillante y de pronto, sin aviso, se largó a llover. Llovía como en la Biblia, y en unos minutos las calles angostas del barrio de Belgrano se convirtieron en ríos taimados; las mujeres se apiñaban en las esquinas calculando el lugar más alto por donde cruzar; una vieja golpeaba con su paraguas el costado de un colectivo que no quería abrirle, y en las puertas de los locales los empleados miraban cómo el agua lamía las veredas y se apuraban a instalar las compuertas de hierro que habían comprado después de la última inundación. Yo tenía que pasear a un grupo de extranjeros por una colección privada. A eso me dedicaba y no era un mal trabajo, pero mientras esperaba a que llegaran mis clientes guarecida bajo el techo de un bar, un taxi pasó demasiado cerca del cordón y bañó mi vestidito amarillo. Tres autos más tarde amainó, tan de golpe como había empezado, y a través de las últimas gotas de lluvia, que caían suspendidas como una cortina de cuentas de cristal, llegó el taxi de mis clientes. Eran norteamericanos, una pareja de mediana edad, ella de blanco y él de negro, y venían impecables y secos, como si el chofer acabara de retirarlos de la tintorería.