Archivo por meses: septiembre 2009

#hoyleemos: “El demonio de Lavapiés” de Pedro Herrasti

 .
“A la luz de la luna no parecía más que un montón de ropa informe tirada en la calle, pero al acercarse vio un charco de sangre espesa y oscura empapando el suelo seco de la plaza de Lavapiés. Sólo cuando el alguacil apartó el manto, un paño basto y ocre raído por el tiempo, pudo observar la cabeza quebrada de la muerta. El cráneo había estallado al chocar contra el suelo. Bastó el leve movimiento de la vestidura para que el cuerpo desnudo se volteara, contempló entonces, a las escasa luz de los faroles, el rostro arrugado y cetrino de una anciana, cuya cabeza derramaba todavía un hilo de sangre sobre las rodadas que los carros dejaron al cruzar la plaza.

Gonzalo García pudo ver muchos muertos antes de ser alguacil. Los campos de batalla de Flandes e Italia le mostraron hombre acuchillados, quemados, degollados, ahorcados ; miles de muertos diferentes, algunas horribles, otras rápidas y limpias. Sin embargo, aquella se le quedaría grabada para siempre ; no por la terrible herida del cráneo , ni por las manos huesudas y crispadas en un ademán inútil por evitar sus destino. Todo eso ya lo había visto antes. El alguacil volvió a mirar aquel rostro ensangrentado. Lo peor de todo era la mueca de su boca desdentada, eneormemente abierta, no se sabía bien si para dar un grito de sufrimiento, de terror por la muerte cercana o, quizá, de aviso ante algo terrible…” 

El demonio de Lavapiés / Pedro Herrasti — Ed. Edhasa

#hoyleemos: “Luna de lobos” de Julio LLamazares

.
Don Manuel mira a Ramiro con ojos desorbitados. Un sudor frío y pegajoso atraviesa su rostro cuando éste le dice:

– Aquel hombre estaba herido. Aquel hombre era mi hermano y le pidió que le escondiera aquí, en su casa.
– Yo no podía hacer eso, Ramiro — contesta el cura, definitivamente acorralado–. Yo no podía esconderle. Me comprometía a mí.
– Y le entregó a sus perseguidores para que le remataran.

El cura ya no puede seguir defendiéndose, ni siquiera hablando. Sus manos, aferradas al borde de la mesa, parecen sarmientos blancos. Y sus labios helados tiemblan en un una oración como hojas de sangre.

-¡Levántese! ¡Levántese y deje de rezar, que no le va a servir de nada!

Por las calles de La Llánava, sólo los perros y la luna están despiertos. Los perros nos despiden con sus ladridos a las afueras del pueblo. Pero la luna continúa con nosotros dispuesta a no abandonarnos en toda la noche. Don Manuel camina en silencio, con la mirada en el suelo y las manos hundidas en la sotana, como un fantasma extraño que se alejase hacia el río. Ramiro y yo, uno por cada lado del camino, le seguimos a corta distancia sin dejar de apuntarle con nuestras armas. Ya junto al río, el cura tuerce por el sendero que sube entre chopos hasta la pontona vieja. Una, dos revueltas más bordeando los últimos prados, sobre la orillla misma, y a nuestro encuentro sale la campa de Remolina.

– ¿Aquí?

Don Manuel asiente con la cabeza.

Contemplo la pradera negra y húmeda, brotada de berros. Los chopos proyectan sus sombras solemnes sobre ella. El río baja a su lado con un profundo bramido. El equilibrio de la noche es tan perfecto que nada podría hacer pensar que Juan esté enterrado ahí, bajo la hierba. Bajo esta misma hierba que Ramiro y yo hemos pisado tantas veces, tantas noches, bajando hacia La Llánava.

Don Manuel permanece en silencio junto a nosotros.

– Arrodíllese — le dice Ramiro.

Ha arrancado, en un gesto inesperado, una rama de espino y la ha clavado en el suelo como si fuera una cruz. Don Manuel se resiste a obedecer. Teme seguramente que en esa postura, de rodillas, indefenso, cumplamos nuestra amenaza y le demos el tiro de gracia.

-¡Arrodíllese! –grita Ramiro–. ¡Arodíllese y rece, hijo de puta! ¡Ahí hay un hombre enterrado, no un perro!

La brisa azota con suavidad las espadañas y las ramas de los chopos. Ahoga un instante el bramido del río. En el centro de la campa, una luna lejana y fría ilumina la figura del cura, arrodillado frente a la rama de espino, y la pistola que le apunta fijamente a la cabeza.

Luna de lobos / Julio Llamazares — Ed. booket
Julio Llamazares en las Bibliotecas UPM

#hoyleemos: “Saber perder” de David Trueba

.
“Días atrás se encerró con Osembe y dos chicas más, una recién llegada de Guatemala con un trasero enorme y unos preciosos ojos tristes y una valenciana, a la que ya conoció el primer día, y que le explicó que era la más antigua del chalet. Se acababa de aumentar los pechos y los exhibía firmes, plásticos, y se derramaba champagne por ellos durante la fiesta que organizaron. Leandro se fijó en el crucifijo de ella, dorado, tan fuera de lugar que resultaba cómico en esa nada solemne ceremonia que se alargó casi tres horas. Desnudo entre aquella carne en plenitud, acariciado por manos distintas, voces susurrantes de tres continentes, sonrisas limpias, se creyó por un instante rey del mundo. Vaciaba su copa sobre la piel de las chicas y luego lamía sus cuerpos. Borracho y algo febril, Leandro salió al frío de la calle, convencido de que la espiral que lo engullía era una reacción contra la vida moderada y formal que había llevado. Esa tarde pagó el exceso con la tarjeta de crédito. Tres días después recibió la llamada de su banco. Una voz femenina de heladora amabilidad le dijo que los fondos habían sido cubiertos por la entidad, aunque superaban su saldo, por lo que era urgente que pasara por la oficina para reponer las cantidades. Era casi la hora de cierre y en voz muy baja. Leandro respondió, mañana mismo, mañana mismo iré.

Leandro aguarda en la fila frente a la caja mientras una anciana trata de poner al día su cartilla, sin apenas vista, con confianza ciega en la amable señorita que le enuncia el saldo. El director de la sucursal toca el hombro de Leandro y le saluda con cordialidad postiza. Lo invita a su despacho y al ofrecerle una silla dirige una señal a otra de las empleadas. Hablan de la Navidad cercana, del clima, de la sierra al parecer ya cubierta de nieve, mientras Leandro piensa que, de ser un animal, el director sería un mosquito, desconfiado y nervioso. Cuando pregunta a Leandro por su mujer, la conversación se torna grave. Mal, la verdad, no sé si sabe que se partió la cadera hace un mes… Vaya por Dios, no sabía nada, ¿cómo se encuentra? Pues bastante floja, dice Leandro, y deja que la pausa se alargue, la recuperación está siendo tan larga y problemática.

Leandro le explica que Aurora tiene que volver a aprender a andar, como si fuera un niño, pero que las fuerzas no le responden. El otro día se empeñó en incorporarse pero fue incapaz. No puede sostenerse.  El médico que la visitó aquella mañana quiso ser tranquilizador. Es un proceso normal, necesita reposo. Pero Aurora se vino abajo, esa misma tarde le susurró a Leandro, sería mejor que me muriera ahora. Leandro la tomó la mano y le acarició la cara. Le habló durante largo rato y eso pareció animarla.

La empleada posa ante los ojos del director un extracto de los últimos movimientos de la cuenta de Leandro. La alarma que se dibuja en los ojos del director es desactivada por Leandro. Mi mujer se está muriendo, mi obligación es gastar hasta la última peseta de mis ahorros en todo aquello que le alargue la vida o que por lo menos la ayude a no sufrir. El director hace notar la salida casi constante de dinero de cajeros automáticos, los cargos excesivos en la tarjeta de crédito. Leandro no dice mucho, tan sólo nombra enfermeras, medicamentos caros, segundas opiniones en clínicas privadas. No dice putas, masajes, baños de espuma, caricias pagadas…”

Saber perder / David Trueba — Ed. Anagrama
Saber perder en las Bibliotecas UPM
David Trueba en Wikipedia