Es un anhelo de la condición humana que las generaciones futuras vivan mejor que las presentes. La ciencia, los derechos y la capacidad de superación han permitido a nuestras sociedades transitar la historia siempre hacia adelante, a pesar de los baches y de los retrocesos temporales. Durante los últimos setenta años, este progreso se ha acelerado de un modo extraordinario sobre la base del acceso a la democracia, la educación, la salud y la tecnología. Nunca nuestro planeta vivió niveles de prosperidad colectiva equiparables a los actuales. Nunca tuvo tantas oportunidades de tender la mano a quienes han quedado atrás.
Lamentablemente, este camino discurre hoy al borde del abismo. Nuestra incapacidad para llevar a la práctica modelos de desarrollo económico compatibles con los límites naturales del planeta, amenaza con empujarnos más allá de los puntos de no retorno. La crisis de desplazamiento forzoso y el anuncio de la sexta gran extinción de especies no humanas se han convertido en los penúltimos símbolos de una emergencia provocada en la que el calentamiento global, los desequilibrios demográficos y el acaparamiento predatorio de los recursos naturales actúan como una tormenta perfecta, amenazando lo que hemos construido hasta ahora y ralentizando futuros avances. Un proceso, en parte irreversible, que castiga de manera desproporcionada a los países y a las poblaciones más vulnerables del planeta.
La Agenda 2030 nació para enfrentar estos riesgos y reorientar el rumbo. El relato científico y político de los Objetivos de Desarrollo Sostenible demanda una transformación colectiva para garantizar el futuro común sobre la base de los derechos y las responsabilidades compartidas. Un nuevo contrato social y ecológico que deja atrás los viejos dilemas entre Norte y Sur, o entre prosperidad económica y salud planetaria, porque el éxito de los primeros está indefectiblemente unido al de los segundos. Ante los desafíos del siglo XXI, sobrevivimos o nos hundimos juntos.
La ambición de esta agenda es grande, pero tenemos un plan para alcanzarla. Su éxito depende de un impulso intelectual, político y ético que ha sido hasta ahora insuficiente. Es una amarga carambola de la historia que los ODS nacieran lastrados por la recesión económica, la regresión ideológica y la distorsión informativa. Sin embargo, sería una irresponsabilidad culpable de la comunidad internacional que, a pesar de las abrumadoras señales de alarma, nuestros líderes insistieran en limitarse a un juego táctico que orilla lo realmente importante.
Cuando ya ha transcurrido una tercera parte del período de implementación de la Agenda 2030, conviene considerar cuidadosamente nuestros próximos pasos. El desafío es simple e imperativo: acelerar el proceso a través de una estrategia decidida para aplicar y llevar a escala las soluciones que ya están en nuestra caja de herramientas. Una estrategia que tendrá que ser en ocasiones disruptiva y arriesgada. Pero es ingenuo pensar que no existe un riesgo masivo en el status quo: no hay vuelta atrás del lugar al que nos estamos dirigiendo a zancadas.
Este es el mensaje de la reunión celebrada hoy en Madrid, que ha unido a sectores público y privado; activistas, académicos y responsables políticos; jóvenes y mayores. Juntos, apelamos a nuestras sociedades: unámonos más allá de nuestras diferencias; creemos, cuestionemos, experimentemos, fracasemos y sigamos adelante. Pero no levantemos el pie del acelerador si queremos que la Humanidad tenga un futuro. Nos lo debemos a nosotros y se lo debemos a nuestros hijos e hijas.
En San Agustín de Guadalix (Madrid), 28 de mayo de 2019