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“Me gustaba dormir en el desván. No había ninguna escena de la crucifixión colgada al pie de la cama que me inquietase. No había ningún cuadro; tan solo el olor a limpio del aceite de linaza y al azmicle de los pigmentos de tierra. Me gustaba la vista de la iglesia nueva y la tranquilidad del lugar. Nadie subía allí salvo él. Las niñas no me visitaban como hacían a veces en el sótano, ni rebuscaban a escondidas entre mis cosas. Allí me sentía sola, encaramada en lo alto de la bulliciosa casa, capaz de verlo todo desde lejos.
Casi como él.
Sin embargo, lo mejor de todo era que podía pasar más tiempo en el estudio. A veces me envolvía con una manta y bajaba sin hacer ruido a altas horas de la noche cuando la casa estaba en silencio. Contemplaba a la luz de una vela el cuadro en el que él estaba trabajando, o abría un postigo un poco para dejar entrar la luz de la luna. A veces me quedaba sentada en una de las sillas con cabezas de león que había junto a la mesa y apoyaba los codos en el tapete azul y robjo que la cubría. Me imaginaba luciendo el corpiño amarillo y negro y las perlas, sujetando una copa de vino, sentada a la mesa enfrente de él.
No obstante, había una cosa que no me gustaba del desván. No me gustaba estar encerrada por la noche.
Maria Thins había devuelto la llave a su hija, y Cataharina empezó a ocuparse de abrir y cerrar la puerta. Debía de parecerle que ejercía alguna clase de control sobre mí. No le hacía gracia que yo estuviera en el desván: significaba que estaba más cerda de él, de un sitio al que a ella no le permitían entrar y por el que yo podía deambular libremente.
Debía de ser duro para una esposa aceptar un acuerdo como aquel…”
La joven de la perla / Tracy Chevalier — Ed. DeBOLS!LLO
La joven de la perla en Wikipedia
La joven de la perla en las Bibliotecas UPM